Comentario
Mas por encima de todos estos focos artísticos, reflejo de una prosperidad más o menos activa, fueron los Estados Pontificios y su capital Roma los que galvanizaron la creación artística a lo largo de todo el Cinquecento. La actividad constructora de los Papas del siglo XV, que fue convirtiendo el viejo castillo medieval que había quedado empequeñecido a un costado de la basílica constantiniana de San Pedro, hasta el final del cisma de Aviñón, en residencia mucho más confortable y suntuosa con las decoraciones de la Capilla de Sixto IV y los Apartamentos Borgia, se proyecta desde comienzos del XVI, sobre todo por el impulso de Julio II, que suma a su animosa actividad política y militar una ambición artística de pródigo mecenas, y luego de los Papas Médicis León X y Clemente VII, hasta alcanzar metas de alcance universal.
Pocas veces ha podido contar una ciudad con una reunión de talentos geniales como la que Roma logró en las dos primeras décadas del quinientos con Bramante, Miguel Angel y Rafael, la más alta cima del Clasicismo, y a la vez génesis de los movimientos manieristas que siguieron. También se dio en la Ciudad Eterna un plantel de mecenas y promotores que, junto con los pontífices, cardenales y banqueros, la hermosearon hasta convertirla en el enclave monumental más prestigioso de Europa, en aras de rubricar su renovada ambición imperial de Cabeza del mundo.
La búsqueda de modelos de la antigüedad que Nicolás Pisano ya insertó desde el siglo XIII en los relieves de sus púlpitos toscanos, y Brunelleschi y Donatello llevan en su ánimo cuando visitan las ruinas romanas, provoca un auge creciente de la arqueología, fomentada a su vez por el interés de los coleccionistas. Aunque se rehuye la mera copia de los patrones antiguos, los hallazgos se convierten para los artistas principiantes en motivo de estudio y para los coleccionistas en marchamo de prestigio.
El coleccionismo de los Médicis en su jardín de San Marcos o de Isabel de Este en Mantua proporcionó a los aprendices de escultor o pintor fecundas lecciones, extraídas de las estatuas y relieves clásicos. En el Cinquecento el gusto por reunir preseas antiguas se incrementa considerablemente, al tiempo que se forman las primeras colecciones de arte del momento no sólo en Florencia y Roma, también en Mantua, Venecia y Como. Recuérdese la anécdota del Cupido dormido de Miguel Angel, enterrado para hacerlo pasar por antigüedad arqueológica. El papa Julio II adquiere para el Museo Vaticano que decide instalar en el Belvedere el Laocoonte, el grupo famoso del arte helenístico rodio que se descubrió entre las ruinas del Palacio de Tito en 1506, hallazgo presenciado por Miguel Angel que motivó el concurso de jóvenes copistas al que acudió Alonso Berruguete y ganó Jacobo Sansovino. A él agregó el pontífice el Apolo, llamado desde entonces del Belvedere por su ubicación en el mismo recinto.
También las pinturas parietales descubiertas en los subterráneos o grutas en que la Edad Media sepultó las estancias de la Domus Aurea de Nerón, proporcionaron los candelabros y grutescos convertidos en tópicos de la decoración al fresco, los estucos y relieves de toda ornamentación fomentada por Rafael y sus seguidores. La presencia de dioses y héroes de la mitología pagana junto a los motivos de iconografía bíblica y el repertorio cristiano no sólo no repugna, sino que se busca una y otra vez en aras de la actitud sincrética del Humanismo, fomentado por los escritores y pedido por los mismos mecenas.
Este espíritu de concordia o concordatio, que no vio hostilidad en la simbología politeista de los antiguos sino enriquecimiento histórico de la cultura cristiana, es adoptado incluso en los programas aprobados por los mismos Papas tanto para la intimidad de su morada como para recintos sagrados. Esto se puede observar en un enclave religioso como es la capilla sepulcral del banquero sienés Agostino Chigi en Santa María del Pópolo, construida por Rafael y por él decorada con un cortejo de dioses olímpicos emparejado con figuras cristianas y símbolos astrológicos que protegen el reposo de una pirámide de ascendencia egipcia como la sepultura de Cayo Sestio en los días de Augusto, con la misma coherencia con que también Rafael adornó con escenas de amor la Villa Farnesina construida para el mismo cliente.